La primera prueba que encontré de la relación de ambos fue una fotografía de William Mc Cormick en la que Antoine de Saint-Exupéry y Gabriel Terich aparecían juntos.
A partir de ahí me fue relativamente sencillo encontrar huellas de Terich en algunos libros de Antoine de Saint-Exupéry, fáciles de encontrar en París. En Terre des hommes y en una edición conmemorativa de 1994 titulada Un sens à la vie se recopilaban algunos de los textos que Saint-Exupéry había publicado durante la Guerra Civil en los periódicos L’intransigeant y Paris-Soir entre agosto del 36 y octubre del 38.
Saint-Exupéry coincidió con Terich durante los primeros meses de la guerra, en el frente de Lérida, lugar en el que el francés había montado su centro de operaciones.
Terich estaba de visita en aquella zona como parte de su viaje iniciático por España.
Invertí muchas horas y noches no sólo en desmenuzar Terre des hommes, sino en recorrer pinacotecas y archivos buscando ejemplares de L’intransigeant y de Paris-Soir. Encontré algunas cosas, pocas. Muy pocas diría yo.
Supe que Saint-Exupéry llegó a España en avión en los comienzos de la guerra, y que al principio aterrizó en el norte. Enseguida se estableció en uno de los frentes, en Lérida. Las crónicas que mandaba a L’intransigeant solían ser largas reflexiones acerca de la condición humana, crónicas apasionadas y desalentadoras de una guerra para él incomprensible.
Meses después volvió a Francia, pero regresó a España un año más tarde, esta vez como corresponsal de Paris-Soir, y se instaló en Madrid.
La primera crónica es del 27 de junio de 1937, y empieza exactamente igual que una de Terich –que yo había leído en un pie de página del libro La triste scoperta del mondo de Lia Barillari:
“Las balas resonaban por encima de nuestras cabezas, contra la pared bañada por la luna que resguardaba nuestro camino. A nuestra izquierda, un terraplén detenía las que volaban bajo. En este sendero blanco, a pesar de ese frente de batalla en herradura que teníamos frente a nosotros y a nuestros flancos, a 1000 metros de distancia, a pesar de los estallidos secos, el teniente que me acompañaba y yo estábamos tranquilos.
Podíamos cantar, reír, encender cerillas, nadie se fijaba en nosotros”.
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