miércoles, 28 de octubre de 2009

Plano secuencia


En el número de primavera de la Revista Eñe de este año apareció el primer relato en el que trataba el tema que late en Cabaret en las tripas del difunto. Es éste:

PLANO SECUENCIA

Primero le cuento qué pasó. Luego, si quiere, puede detenerme. Eso sí, de ella no sé absolutamente nada.
Dormitaba en el sofá, arrullado por la música entre los surcos de vinilo de Kind of Blue, Miles Davis, Bill Evans, John Coltrane, Paul Chambers, Wynton Kelly, Jimmy Cobb y Cannonball Adderley, que provenían cálidos de mi viejo gramófono. La lluvia seguía deslizándose por los cristales, golpeándolos en un suave redoble frío. La noche permanecía enquistada y silenciosa tras la ventana.
El timbre del teléfono interrumpió el final de un solo de Coltrane, algo rayado por el polvo y una vieja pelea entre la que el vinilo se había interpuesto. Alargué la mano, aparté el vaso vacío de whisky y el paquete de cigarrillos abierto, y descolgué.
Al otro lado había una voz de mujer que sollozaba nerviosa.
Apenas distinguí, entre hipos y llanto, lo que se proponía decirme: “hay un hombre muerto en una de las salas del Museo de Pintura de Cayo Virginia”. No dijo nada más.
De nuevo un anónimo que llamaba para avisar de un crimen, y ya era el tercero en aquella semana. Me citó en el aparcamiento de la estación de Sandspur Road. Aquello me dio mala espina. Sabía que desde lo de Jacksonville había gente dispuesta a vengarse.
A aquella hora de la noche no podía llamar a la agencia para confirmar o desmentir nada. De modo que decidí jugármela e ir al encuentro de aquella desconocida en la estación de trenes de Sandspur Road. Le dije que iba para allá inmediatmente. Siguió sollozando. Colgué.
El caso es que su voz, o tal vez su llanto, me resultaban vagamente familiares, y mientras tomaba una ducha rápida antes de salir traté de recordar el lugar exacto donde la había oído. Llegué a la conclusión de que el llanto deformaba demasiado la voz y, aunque yo sea un músico frustrado y un detective en activo, no llego a tanto en mis pesquisas sonoras. Salí de la ducha.
Apagué el gramófono. La música fue bajando de revoluciones, como si se derritiera, hasta que el disco se detuvo.
Me vestí, tomé mi revólver, guardé el paquete de cigarrillos, y me puse el sombrero y la gabardina. Salí. Las gotas de lluvia golpearon en mi rostro. Me monté en el coche y conduje en dirección a Cayo Virginia por la autopista 95.
Cuando llegué al pequeño aparcamiento frente a la estación de Sandspur Road no encontré a nadie. Permanecí un rato dentro del coche, con las luces apagadas, el cuello de la gabardina alzado, y el revólver a mano. Pasó un tren, que hizo una breve parada en la estación, supuse que era el que partía de madrugada hacia Nueva York. Las inmediaciones de la estación continuaron solitarias cuando el tren se hubo marchado. No se bajó nadie.
Pasé bastante tiempo dentro del coche, no sabría decir cuánto, con el revólver a mano, esperando a la mujer anónima que me había avisado del crimen. Había empezado a lloviznar de nuevo cuando empecé a oír pasos. Tomé el revólver. Después distinguí la silueta de una mujer muy alta que se acercaba lenta y rítmicamente hacia mí desde el lateral oscuro de la estación que se escapaba a mi visión. Llevaba tacones altos, y un vestido largo que, sólo cuando hubo llegado frente a mi coche, supe que era rojo, como sus labios y sus ojos. Le hice un gesto para que subiera, mientras quitaba el sombrero del asiento. Sin soltar el revólver, sin dejar de mirar por el espejo retrovisor.
Apenas me roció la piel con un “cómo estás, encanto”, con su acento de Chicago, su voz gastada y su aliento a whisky, se me prendió en la mente el recuerdo de ella como si fuera material inflamable.

...Nos habíamos conocido varios años atrás, en la carpa de un circo que acababa de llegar a Chicago. Yo vivía por aquel entonces en esa ciudad, donde me dedicaba a hacerle el trabajo sucio a una agencia de matones. El dueño del circo, un hombre grande, bigotudo y calvo, se había puesto en contacto con la agencia después de que el lanzador de cuchillos, que tenía un número con su esposa en la que ella se ataba a una ruleta que daba vueltas y él se vendaba los ojos para hacer su número, la matara con el último de los lanzamientos, atravesándole el corazón. Esto sucedió la noche del 27 de febrero del año 1949. Recuerdo la fecha por una serie de motivos personales que prefiero no contarle.
El dueño del circo sospechaba que no había sido un accidente, a pesar de la sombría y macabra confesión del lanzador de cuchillos, que aseguraba en todo momento que él no había tratado de asesinar a su esposa. Yo me quedé a solas con él, y no pude sacar nada en claro después de varias horas tratando de encontrar contradicciones en sus respuestas, gestos nerviosos que lo delataran, o alguna palabra o lapsus que me llevaran a la antesala del crimen. Supongo que lo que querían de mí era que hiciera el trabajo de un psicólogo y no el de un detective.
Fue eso mismo lo que le dije al dueño del circo, antes de coger mi sombrero y marcharme de allí, dejándole sobre la mesa el cheque que me correspondía. Es muy difícil, sin tener otras pistas (una nota escrita de su puño y letra con las intenciones, una conversación telefónica interceptada, una carta en la que el autor del crimen confiesa su propósito...), sin rastrear otros caminos, descubrir la intencionalidad de un lanzador de cuchillos que mata a su esposa. El propio número, con la esposa dando vueltas en la ruleta y él lanzando los cuchillos con los ojos vendados, es ya un acto de fé de ambos que no deja de ser un coqueteo con la muerte o con el crimen.
Cuando salí de la oficina, que estaba al lado de la entrada trasera de la carpa, me encaminé hacia el coche, aparcado a unos 50 o 60 metros de ésta, fuera del recinto donde estaban los carromatos de los artistas. Ya estaba montado en el coche y a punto de arrancar cuando escuché un sollozo. Salí del coche para ver de dónde provenía. Me acerqué hacia un lugar oscuro cerca de una tapia donde había un baúl. La tenue luz de una de las farolas que maliluminaba el terreno me permitió ver una melena rubia desordenándose sobre un vestido de lentejuelas plateado, apoyada sobre sus dos rodillas, oculta tras el baúl. Me asomé un poco más, y le pregunté si estaba bien. Levantó la cara, y detrás de unos mechones rubios, acerté a ver unos ojos azules, gastados de rímel mezclado con lágrimas. La mujer respondió algo que al principio me resultó ininteligible. Luego me pidió que la sacara de allí.
Fuimos hasta Chicago en mi coche. Durante el camino no paró de sollozar, y no dijo ninguna palabra aparte de alguna que otra maldición contra el circo, contra el dueño y contra el lanzador de cuchillos. Yo conocía en Chicago varios lugares discretos donde tomar una copa, y pregunté si quería venir conmigo. Dijo que sí, pero no dijo nada más hasta que llegamos a un bar para cuyo dueño yo había trabajado tiempo atrás. El bar se encontraba en una callejuela cercana a Humboldt Boulevard, al lado de una casa de empeños. Ella se quedó mirando hacia el interior a través de la vidriera. Dentro de la casa de empeños había un anciano con una lente en su ojo derecho inspeccionando algo que parecía una piedra preciosa. Por un instante pensé que conocía al anciano. Luego continuó caminando hasta la puerta del bar, donde yo estaba esperándola. Sus tacones entrechocaban con el suelo, su vulgar vestido rojo de lentejuelas resaltaba la extrema delgadez de su cuerpo, sus ojos después de haber llorado, su rímel, sus gestos cansados, le daban un aire desvalido y triste, aunque no terminaban de hacerle perder el encanto.
El primer whisky fue tan silencioso como el camino desde el circo hasta Chicago. El segundo trajo consigo una confesión aguada por el alcohol, y que me resultó sorprendente: “antes era prostituta, y ahora soy trapecista. Antes de ser prostituta también era trapecista, pero en otro circo, en Minneapolis. Lo del lanzador de cuchillos sí ha sido un asesinato”.
Apenas hubo dicho aquello se tomó de un trago más de la mitad de la copa de whisky, y pidió otra mientras dejaba caer la mano con la copa sobre la barra. “Ya lo sé”, le dije, “pero no puedo demostrarlo”. “Su mujer se ponía frente a él cada noche, y sabía que podía fallar en algún momento, fuera o no de forma intencionada”. Ella sonrió con desgana, cerrando los párpados con lentitud. En los párpados tenía maquillaje azul, coagulado por el sudor. También yo pedí otra copa.
Cuando salimos del bar nos dirigimos a una pensión de La Salle Street. Ella estaba tan borracha que tuvo que apoyarse en mi hombro. Fue en la cama, desnudos, sin música ni encanto, cuando ella me dijo que había sido amante del lanzador de cuchillos, y que ahora estaba huyendo de él. “Ya lo sé”, dije yo...

Mi flash-back terminó aquí. Habían pasado bastantes años de aquello. Ahora volvíamos a estar en mi coche, pero en Cayo Virginia, y ambos nos dirigíamos al museo, al único museo que había en la zona de los cayos. “¿Cómo conseguiste mi número de teléfono?”, me decidí a romper el silencio. “Me lo diste tú aquella vez, encanto”. Aquello no lo recordaba, y, realmente, me parecía bastante poco probable. “¿Volviste al circo?” “No, me quedé en Chicago. Nunca volví a ver al lanzador de cuchillos” “¿Y cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué hacías en el museo?”, pregunté, dejándome en la boca otras muchas preguntas por hacerle. Se quedó por un momento en silencio, como si no supiera qué responder. “Es una historia muy larga”, dijo mirando con indiferencia pasar la noche a través de la ventana.
Después de un rato pregunté si había llamado a la policía. Me respondió que yo había sido la primera persona que se le había venido a la mente cuando encontró el cadáver. “¿Por qué?”, le pregunté. “Sigues siendo detective, ¿no?” “Sí, pero tenías que haber llamado a la policía antes que a mí.” “Por favor”, dijo ella cortando la conversación de forma tajante y mirándome con ojos de perro suplicante. Me quedé callado hasta que llegamos al museo, en el cruce entre Bird Avenue y Coral Way. Me temía que también esta vez quisiera que la salvara, pero yo ya no tenía por costumbre hacer lo que hice con ella en aquel circo, aquella vez. Ya estaba, digamos, en el otro lado, usted me entiende, ¿no?
Aparqué el coche frente a la entrada principal. Desde fuera se veía el interior del museo iluminado. Nos acercamos a la puerta. Revolvió su bolso y sacó un mazo de llaves. La miré extrañado. “¿Por qué tienes las llaves del museo?”
Por fin, después de varios intentos de casar llaves y cerradura, logró empujar la puerta del museo. Volví a preguntarle por qué tenía las llaves. Ella se quedó mirándome, con desgana, como si estuviera buscando cazar al vuelo una respuesta con la que contentarme. “Las noches las paso aquí”, dijo. Yo la miré de nuevo extrañado. “Limpio el museo.” “Ah... Sigues con los trabajos exóticos”, dije irónico, pero ella no pareció oírme. Estuve a punto de preguntarle si solía venir a limpiar cada noche con un vestido rojo, maquillada y con aquellos zapatos de tacón alto. No lo hice, aunque sentía curiosidad por conocer su nueva mentira.
Entramos en el corredor principal. “Ven, el cadáver está en la última sala de la planta baja”. Pasamos por las siete salas que había antes de ésta. Todas estaban oscuras, menos la tercera y la última. Era la primera vez que entraba en el museo. Salas rectangulares, amplias, de techos altos y paredes muy extensas. Los tacones de ella resonaban a nuestro paso, y el eco disonante que provocaban le iban dando un ritmo siniestro a aquella visita nocturna. En las paredes había cuadros con retratos, vitrinas con objetos, entre los que acerté a distinguir básicamente relojes, y estanterías con libros antiguos protegidas por láminas de cristal. Y pinturas, muchas pinturas. Conocía de forma vaga la historia del museo: un conocido mafioso de Cayo Virginia había sido el único heredero tras la muerte de un rico prestamista de Jacksonville que casi al final de su vida se había desvelado como un autor de novela rosa de cierto éxito. El mafioso había decidido saldar las deudas que tenía pendientes con las autoridades de Cayo Virginia donando las pertenencias del escritor-prestamista para la creación de un museo dedicado a éste; empresa que sufragó en parte con el dinero que había heredado. De este modo lavó un poco su conciencia, maquilló algo los crímenes que tenía a sus espaldas y selló una implícita tregua en la sucia guerra que se traían entre manos dos bandas enfrentadas por el negocio de la droga y las armas.
Llegamos a la última sala. Bajo un cuadro en el que aparecía un hombre vestido de militar, yacía bocabajo el cuerpo inerte de un hombre viejo, vestido elegantemente con traje oscuro, sobre un charco de sangre. Me sobrevino un nauseabundo olor a sangre, a cadáver aún caliente, y a pólvora. Ya se me había olvidado ese olor. Me voy acercando a una edad donde los crímenes también me hastían. Hacía pocas horas que aquel hombre estaba muerto. Me quedé mirándolo. “Tenemos que llamar a la policía”, le dije, “yo no puedo hacer nada”. La miré. Ella miraba el cuerpo inerte, sin parpadear, sin inmutarse. “¿A qué hora entraste tú?” “No lo sé... A la misma hora de siempre”. Ambos sabíamos que aquello era una farsa, y la farsa crecería a medida que yo siguiera haciendo más preguntas como aquélla. “Bien, llamemos a la policía”, dije.
“¿Es necesario?”, me preguntó. “Bueno”, dije molesto, “has descubierto un cadáver en una de las salas del museo que limpias cada noche. No hay aparentemente ventanas rotas, puertas forzadas, signos que denoten que el homicida y la víctima hayan entrado por un lugar distinto al habitual, y sin embargo todo parece apuntar a que este hombre ha sido asesinado cuando el museo ya había cerrado las puertas a los visitantes. La primera opción que se me ocurre es que ambos hayan entrado al museo en horario de visitas: la víctima tenía que hacer algo en el museo, y el asesino tenía que impedirlo, por ejemplo. Tal vez se hayan escondido esperando que el museo cerrara sus puertas. La víctima ha salido de su escondite, y el asesino la ha seguido hasta darle caza. Una vez ha llevado a cabo el homicidio, se ha escondido esperando que la limpiadora del museo, o sea tú, abriera con las llaves y entrara por la puerta principal. Cuando tú has entrado él ha aprovechado que tú estabas de espalda, dirigiéndote al lugar donde tienes los productos de limpieza, y que la puerta del museo estaba de nuevo abierta, y ha salido. Cuando has llegado a la última sala has visto el cadáver, pero el asesino estaba ya muy lejos de aquí. En cualquier caso, no me corresponde a mí hacer estas conjeturas”. Seguí con la farsa. En ningún momento dejé de pensar que ella había sido la autora del crimen, no sé por qué razón ni me interesa, pero seguía dándome pena aquella mujer con ojos de rímel y voz gastada. No insinué nada.
Le pregunté por el teléfono desde el que me había llamado. Ella pareció dudar un momento, y luego me dijo que estaba en un despacho de la primera planta. Me habló como apresurada. “Si quieres te acompaño, no quiero quedarme aquí sola con... con él”, se agarró de mi brazo izquierdo, mirando al cadáver. Hubo algo que me sonó a fingido, y volví a sentir lástima.
Ella siguió agarrada de mi brazo hasta que llegamos a la escalera. Creo que trataba de llorar, que hacía todo lo posible porque las lágrimas afloraran, pero no lo conseguía. Subimos la escalera. Metí la mano en el bolsillo izquierdo, donde estaba el revólver, y lo empuñé. “La primera puerta a la derecha”, dijo ella, que iba detrás. Yo abrí la puerta. De la habitación oscura emanó un fuerte olor a tabaco frío. “Es el despacho del director”, me dijo, “el único lugar del museo donde hay teléfono. La luz está a la derecha”, dijo. Al encender la luz me vi reflejado en la ventana, y a ella detrás, llevándose las manos al rostro, y empezando a sollozar como una plañidera barata. El teléfono, negro, estaba en una de las mesas del despacho. Me acerqué a él, sin dejar de mirarla a través del reflejo. Ella lloraba. Descolgué, y marqué el número de la policía. Tardaron poco en responder al otro lado. “Aquí el detective Harris, dije, envíen una patrulla al museo de Cayo Virginia. Se ha cometido un asesinato”. No sé si hablé directamente con usted.
En aquel momento ella se abalanzó sobre mí para abrazarme, para agarrarse de mi cuello, llorando desconsolada. No pude oír lo que me decían al otro lado.
“¡¿Por qué lo has hecho?!”, acertó a decir.
No supe qué contestar. Ya la había “salvado” una vez, me dije a mí mismo, y mira cómo me lo había pagado. Recuerdo que saqué la pitillera de mi gabardina. Le ofrecí un cigarro y se lo encendí. Había dejado de llorar como una plañidera. Ahora me miraba como una gata enfurecida y sus ojos eran casi obscenos. También yo me encendí un cigarrillo.
“Bien”, me dijo. “Seamos sinceros. Estamos dentro de un plano secuencia que va a terminar con varias patrullas de la policía llegando ahí abajo. Vamos a verlas desde aquí. Escapémonos, ahora que podemos, de esta maldita película en blanco y negro.
Aquello me pilló a contrapié. En casi cuarenta décadas de servicio, del lado de los buenos y de los malos, en blanco y negro, bailando con el crimen, el dinero y la condición humana, era la primera vez, agente, que me una mujer con sus ojos me proponía algo así.
No ha estado bien lo que he hecho, lo admito. Recuerdo que le di una calada al cigarrillo y que lo aplasté contra el fondo del cenicero de la mesa director del museo. El teléfono seguía descolgado. “Vamos”, le dije. Su rostro se iluminó.
Sus tacones y mis pasos resonaban, veloces, por las salas del museo. Cuando nos subimos al coche se empezó a oir un contrapunto de sirenas de patrullas de policía. Cuando arranqué, y empezó esta persecución, volvieron a sonar los primeros acordes de Kind of blue, tal y como lo hacía en mi viejo gramófono. Son cosas del cine. Esta vez, como bien sabe, porque usted me siguió, no me incorporé a la autopista 95, sino que puse rumbo a la carretera secundaria por la que, suponía (no hay una maldita indicación), se salía de aquella película.
Estoy acostumbrado a que estas cosas terminen en un fundido en negro. Todavía tengo que acostumbrarme a estar fuera del cine. Le felicito, agente, por haber llegado hasta aquí en cumplimiento de su deber. Ha sido una persecución extraordinaria. Pocos tiros, emoción, buena música de jazz, hasta que hemos salido de la película, sin pagar el peaje.
Como le he dicho, ahora que le he contado todo, puede detenerme. Sé perfectamente lo que he hecho. Sospecho que tendremos que volver a la película. Estoy dispuesto a hacerlo si todo termina con un buen solo de Errol Garner.
De ella, se lo juro, apenas llegamos a la vida real, fue como si se la hubiera tragado la tierra.

lunes, 5 de octubre de 2009

París (2)

E sono qui davanti a te
mentre tutto intorno è solamente
pioggia e Francia

Paolo Conte












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Nací el 2 de julio de 1978. Soy músico, escritor, viajero. Estudié en el Conservatorio de Sevilla. Me licencié en filosofía por la Universidad Oriental de Nápoles (Italia). He tocado todos los géneros literarios, incluido el curriculum vitae. Escribo novelas, relatos, poemas y guiones, compongo canciones y toco el piano. Mi espectáculo musical se llama Migue y el fabuloso trompetista invisible. He vivido en Alcorcón, Sevilla, Londres, La Habana, Ciudad de México, Bogotá, Buenos Aires, Nápoles y Madrid. Algunos de mis relatos han aparecido en antologías, revistas, fancines o rocambolescos folletines olvidados. Me gano la vida como buenamente puedo (casi siempre de forma legal). He publicado dos libros: "Últimas 2 horas y 58 minutos" y "El hombre que decía haber salvado a Rebeca B". Y he editado "Falsa antología completa de los poetas incendiarios". Para ser feliz me basta un piano, una playa desierta, buena compañía. Thelonious Monk ya inventó casi todo lo que se me ocurre. De mayor quiero ser Jacques Brel o Leonard Cohen.

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